Singularmente
interesante resultan las cifras y los análisis publicados por el Programa de
las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en su informe 2011 “Sustentabilidad
y equidad: un mejor futuro para todos”. Es primera vez que desde este organismo
aparecen cruzadas las variables medioambientales con los índices de pobreza y
de calidad de vida de la población, lo que arroja, entre otras cosas que “el aumento
del ingreso se ha asociado con un deterioro en indicadores medioambientales
cruciales, como emisiones de dióxido de carbono, calidad del suelo y cubierta
forestal”.
Este aumento del
ingreso ha ido acompañado del empeoramiento en la distribución, lo que permite
proyectar que, “en muchos casos, los más pobres son y seguirán siendo los más
afectados por las consecuencias del deterioro ambiental, pese a que su
contribución al problema es mínima. Por ejemplo, los países con IDH (Índice de
Desarrollo Humano) bajo son los que menos han influido en el cambio climático
global, pero sin embargo, han experimentado la mayor disminución en las
precipitaciones anuales y el mayor aumento en su variabilidad.”
El informe
reconoce que en el mundo entero, el aumento sostenido del IDH se asocia con
degradación ambiental, pues el crecimiento económico se ha vinculado a la
producción de bienes y no a la prestación de servicios como salud o educación.
Es decir, queda de manifiesto que aquello que la cultura hegemónica considera
“desarrollo humano”, requiere de la destrucción del hábitat que alberga a los
humanos, y por supuesto también, de la destrucción de los humanos que no están
dispuestos a sacrificar su hábitat por el desarrollo económico. El caso de
Chile, ferviente impulsor del neoliberalismo, es evidente: la Convención Marco
de la ONU sobre Cambio Climático establece 9 parámetros de vulnerabilidad, de
los cuales Chile posee 7, es decir, el país que figura 44 en la medición de
IDH, es el más vulnerable en términos de la degradación medioambiental.
¿Arrojará esto que aquello a lo que estamos llamando desarrollo humano es
insustentable y debiera cuando menos considerar variables intergeneracionales?
Estos
antecedentes cuestionan a nuestro juicio –claro que el informe no lo hace– el
fondo de los parámetros valóricos del neoliberalismo: sobreconsumo,
obsolescencia programada, el miedo como herramienta de control social,
depredación del entorno para satisfacción vertiginosa de necesidades ficticias,
centralismo, aniquilación de la autonomía y las soluciones locales, etc. Por
ejemplo, en la actualidad, unos 350 millones de personas en el mundo, muchos de
ellos pobres, viven en bosques o cerca de ellos y dependen de sus recursos para
subsistir y generar ingresos, viendo amenazado su futuro por la
sobreexplotación de los recursos y el cambio climático.
En Chile esto es
patente: 67% de nuestro territorio presenta niveles de desertificación media o
alta, ligada fundamentalmente a la expansión de las actividades extractivas,
como la megaminería (el sector ha triplicado su producción en las últimas dos
décadas y proyecta tres veces más inversión que la registrada en este tiempo
para los próximos 7 años, en un contexto de crisis hídrica generalizada en el
norte del país), o la industria forestal (actualmente 3 millones de hectáreas
de pinos y eucaliptus han sustituido el bosque nativo e inutilizado tierras
agrícolas, según el último censo agropecuario en 10 años se ha aumentado en 32%
el suelo para cultivo y producción agrícola), las comunidades mapuche están
asediadas, las plantaciones forestales chupan toda el agua, no permiten la
medicina tradicional en base de hierbas, acidifican la tierra inviabilizando la
agricultura, todas cuestiones que están en el fondo de las demandas campesinas
e indígenas, pero que han sido sistemáticamente desoídas y criminalizadas por
las autoridades.
Para ahondar el
debate se requiere pensar con audacia, en especial en vísperas de la
Conferencia sobre Desarrollo Sostenible (Río+20) de las Naciones Unidas. Según el
Informe, los consejos y desafíos pasan por idear mecanismos de mitigación para
los afectados y afectadas, fijar una tasa a las transacciones de divisa, o
invertir en la gobernanza ambiental y en la economía verde. Esos ajustes, desde
nuestra mirada, solo ayudarán a sostener un modelo de desarrollo absurdo y
suicida, cuando lo que necesitamos realmente es iniciar un cambio cultural
profundo que dé paso a otros modos de vida, modos que palpitan en el cotidiano
de cientos de comunidades que por defender lo que son, son actualmente
criminalizadas y perseguidas por todo el planeta y por supuesto también en
Chile. Es de esperar que las organizaciones y comunidades logremos posicionar
una reflexión paralela a la agenda de estas cumbres.
* Lucio Cuenca
es Director del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA)
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