Los
ancianos encuentran consuelo en el olvido de lo inmediato, y se
reconfortan en el recuerdo de su niñez. Las personas mayores viven una
realidad difícil, de achaques y pérdidas, mayores cuantos más años se
acumulan sobre sus hombros frágiles. Por ello, la naturaleza nos ha dado
una tregua en la remembranza de nuestro pasado, ofreciéndonos un lugar
de refugio en el que descansar del ritmo, siempre frenético, de lo
actual.
Este
fenómeno se acrecienta con los años, de tal manera que una persona
centenaria a menudo demuestra una memoria excelente de su adolescencia y
su niñez, pero olvida lo acaecido hace apenas diez años.
En
esto, resulta fascinante la figura de los padres. La pérdida de los
padres aboca a la orfandad, y ello es siempre turbador. He visto a
personas de 60 años mostrarse no sólo tristes, sino asustados y solos
ante la muerte de sus padres, ya muy ancianos. Su pérdida es siempre un
momento de vacío, de desgarro. De soledad absoluta. Con la madre
perdemos la matriz que nos dio nombre, forma y sentido, que nos sostuvo
cuando más vulnerables éramos. Y podemos ser nosotros mismos casi
ancianos, que para nuestros padres siempre seremos hijos. Es algo que se
entiende con la paternidad: los hijos duelen toda la vida, y los padres
siempre hacen falta. Por si acaso. Cuando nos dejan, sufrimos un
desarraigo que no admite explicación.
En definitiva, nuestra madre siempre muere antes de tiempo.
Todos
seremos huérfanos. Y todos morimos solos; nadie muere por nosotros. La
consciencia es inmisericorde en esto. La vida tiene mal pronóstico: es
un estado siempre transitorio. Y, con los años, el cuerpo acusa el
desgaste de la lucha. Vivir no es fácil, y lo normal es llegar a la meta
muy cansados. Pero, entonces, el alma encuentra refugio en el recuerdo
de unas manos grandes que cortaban el pan. Nos recordamos de niños,
volvemos a una calle que ya no existe como quien regresa al nido. Y nos
llega como un arrullo el recuerdo de unos olores y sonidos
reconfortantes, casi olvidados.
Y de esta manera cerramos, sin darnos cuenta, el círculo de una vida.
Maravilloso. ¿No es cierto?
Esta
vuelta a la niñez es una poderosa herramienta evolutiva (nos facilita
una muerte más placentera) que se localiza fundamentalmente en el
hipocampo, pero también en una zona más reciente de nuestro cerebro, un
lugar poderoso y lleno de misterios: los lóbulos frontales. Permítanme
que le dedique unas líneas a este lugar de maravillas que se oculta tras
la frente.
Nuestro
cerebro viene a ser como una orquesta: todas sus secciones trabajan de
manera coordinada y armoniosa, de tal manera que su sonido es algo
(mucho) más que la simple suma de unos tonos, intensidades y timbres.
Una orquesta sinfónica tiene una entidad propia y diferenciada, un
sonido propio. Y de esto es responsable, en buena medida, su director.
Los
lóbulos frontales planifican la manera cómo se organizan y ejecutan las
funciones cerebrales. Por ello es un lugar de intensa información
neuronal aferente y eferente; es decir,
de entrada y salida, y su red de información llega muy lejos, a zonas
situadas bajo la corteza, en las que bullen las emociones, e incluso a
las profundidades del cerebro troncal más primitivo: nuestro cerebro de
reptil. Es un director que dispone de una visión de conjunto, y cuya
influencia alcanza a todos los integrantes. El mismo cuerpo responde o
inquiere a esta densa zona situada tras la frente, y nuestro estado de
activación (nuestro estado arousal) responde a mandatos provenientes de los lóbulos frontales. Porque el cuerpo y el cerebro dialogan constantemente.
En realidad, son una misma cosa: yo.
En
los lóbulos se encuentran las claves definitorias de nuestra
personalidad, y, de hecho, determinan, definen y ajustan lo que estamos
dispuestos a hacer para conseguir satisfacer nuestras necesidades.
Nuestra conducta, impulsividad, habilidades sociales, ética y moral...
todo lo que nos hace ser individuos y personas depende de este lugar
fascinante. Si surgen problemas, si no se produce una maduración
adecuada, aparecen rasgos distintivos, como la hiperactividad o el
déficit de atención, pero también inmadurez emocional, trastornos de la
personalidad y otras muchas patologías.
Los
lóbulos frontales son el máximo exponente del equilibrio y la
ponderación. De la madurez. De hecho, es la última estructura cerebral
en completar su forma. A una edad tan avanzada como los 24 años
continuamos enfrascados en la tarea de entretejer su intrincada red.
Este dato es sorprendente.
Un
accidente acaecido el año 1848 nos ofreció las primeras pistas sobre su
importancia. En realidad, hablamos del caso clínico más importante
dentro de la historia de la neurología y la neuropsicología cognitiva.
Al menos, es el más conocido; y no es para menos, porque el caso Phineas Gage es casi un milagro.
El
13 de septiembre un obrero, de nombre Phineas Gage, estaba colocando
cargas explosivas a las afueras de Cavendish, Vermont. Participaba en la
construcción de una línea de ferrocarril. Su puesto era el de capataz,
y, en líneas generales, era considerado como un hombre eficiente y
capaz, al que se podían confiar trabajos peligrosos.
Sin
embargo, ese día Phineas cometió un error, y la pólvora explosionó a su
lado. Al instante, una barra de acero de un metro de largo y 3
centímetros de diámetro salió disparada como una bala, impactó contra su
mejilla y atravesó su cráneo, saliendo despedida por la parte superior
de la cabeza. Para que nos hagamos una idea de la fuerza brutal del
impacto, la barra, de seis kilos de peso, aterrizó finalmente ¡a 30
metros de distancia!
Phineas debería de haber muerto en el acto.
Pero
no sólo no falleció, sino que mantuvo la consciencia y fue capaz de
hablar a los pocos minutos. A los dos meses le dieron el alta. En un
principio, parecía que había logrado sobrevivir sin apenas secuelas
visibles. Sin embargo, sus familiares y conocidos observaron un cambio
profundo en la personalidad de Phineas: no era capaz de concentrarse en
la tarea, y le había cambiado el carácter. El hombre tranquilo y
responsable había dado paso a un sujeto irascible, impulsivo y blasfemo.
Le había cambiado por completo la personalidad; era otra persona. La
barra le había dañado los lóbulos frontales, y su estructura mental
había dado un vuelco.
Phineas, el hombre que conocían su mujer y sus amigos, resultó que sí había fallecido en el accidente. Su otro yo acabó solo, abandonado, mostrándose como atracción de feria en un circo. Murió joven y hoy, tanto su cráneo como la barra, se conservan en el museo de historia de la medicina de Harvard.
Phineas, el hombre que conocían su mujer y sus amigos, resultó que sí había fallecido en el accidente. Su otro yo acabó solo, abandonado, mostrándose como atracción de feria en un circo. Murió joven y hoy, tanto su cráneo como la barra, se conservan en el museo de historia de la medicina de Harvard.
Con
los años, las neuronas se atrofian, y perdemos recursos y recuerdos. No
sólo los huesos y articulaciones se resienten con los años; también las
funciones cerebrales pierden frescura y capacidad. Lo usual es que esta
degeneración afecte primero a las áreas más exteriores, las últimas en
crearse. Como ya dijimos, a los recuerdos últimos, y también, y muy
especialmente en los varones, observamos una pérdida de densidad
sináptica en los lóbulos frontales. La pregunta sería: ¿afecta esto a
nuestro carácter? ¿Nos sucede algo parecido a lo que le sucedió a
Phineas Gage?
En
mi opinión, es más que probable que, con la vejez, la personalidad
cambie. Los ancianos a menudo son ¿cómo decirlo? difíciles. Se llenan de
manías, se vuelven intransigentes, obstinados y desconfiados. Pero es
importante recordar que a todos nos cambiará el carácter con la edad.
Esto es algo que conviene tener en cuenta: todos llevamos a un viejo
encima.
Ojalá
a nosotros, cuando nos llegue la hora, nos traten con paciencia y
respeto. Para ir mereciéndolo, conviene cuidar de los mayores; dar
ejemplo a los más jóvenes. Ellos cuidarán de nosotros
Por
supuesto, achacar el temperamento de los ancianos sólo a la pérdida de
sinapsis en la zona frontal es un tanto absurdo por reduccionista. Los
mayores han enterrado a semejantes, incluso a hijos, sufren de dolores
crónicos y sienten la inseguridad de quienes han perdido firmeza y
necesitan de bastones o de otras personas para sostenerse o ir al baño.
Sólo esto bastaría para avinagrar el carácter de cualquiera. Además,
este proceso degenerativo no es igual para todos, porque no hay dos
cerebros idénticos. Una persona de edad avanzada puede mantener su
cerebro activo, en buena forma; lo fundamental para ello es que no se
abandone a la molicie de un ocio impuesto. El mayor enemigo del cerebro
suele venir de una jubilación que trae consigo un estilo de vida
sedentario, en lo físico y lo intelectivo. Me gusta la manera que tiene
Tomás Mann de decirlo: "cuando se ha acabado de reformar una casa, ya
sólo espera la muerte".
Y,
encima, hay ancianos y ancianas sencillamente encantadores.
Definitivamente, no se puede asumir como dogma de fe la imagen del viejo
cascarrabias.
Quedémonos,
pues, con lo fundamental de lo dicho al principio: es cierto que los
ancianos retienen los recuerdos de su infancia, que se han grabado en
zonas más profundas del cerebro, y suelen venir acompañados de
experiencias emocionales intensas. Es un refugio al que se aferran los
últimos años: los recuerdos lejanos suelen pasar por un tamiz
placentero, que, compasivo, remite al olvido lo malo y recupera lo
bueno.
¿Saben
del video la escena que más me impresiona? Cuando la anciana desciende
la colina y encuentra el esqueleto de la barca de su padre. Lo que hace
entonces me sobrecoge: se acurruca dentro, y adopta una postura fetal,
como de bebé.
Ha alcanzado ese refugio en el que los ancianos se pueden permitir volver a su infancia.
Tras una larga vida, no merecen menos.
Antonio Carrillo.
Antonio Carrillo.
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